Los pueblos vaciados

Un buitre en la puerta del banco

Cuando leímos La España vacía de Sergio del Molino llevábamos ya un par de años por nuestro pueblecito, Hornos de Segura. El asunto ya nos tocaba de cerca y el libro lo disfrutamos —y lo padecimos— con el estremecimiento de quien escucha el nombre de un familiar en el Telediario.

Si un mérito explica el éxito del libro es su capacidad para desmontar un mito: que la muerte de nuestros pueblos es un proceso inevitable, fruto del mero signo de los tiempos, una enfermedad natural de la modernidad. Ni el interior de España fue siempre así ni todo tenía por qué haber sucedido de esta manera —de ahí la fortuna de ese participio, «vaciada». Existen razones, decisiones y personas que tomaron esas decisiones; existe también una responsabilidad colectiva que explica por qué estamos ahora donde estamos.

En la década de los cincuenta, Hornos llegó a tener 3000 habitantes. Leemos el dato y nos quedamos fascinados. Desde entonces, el gráfico de la población cae en picado hasta los apenas 600 habitantes censados con los que hoy cuenta, sumando todas las aldeas diseminadas por su vasto término municipal. La emigración hacia las ciudades y pueblos de mayor tamaño, especialmente del Levante español, se llevó por delante a la mayoría de la población, familias enteras. Hoy aún vemos a algunos de esos emigrantes o sus descendientes por el pueblo en verano. Vienen a pasar sus vacaciones o al menos unos días los afortunados que no han tenido que vender o abandonar sus casas.

Junto a a la falta de oportunidades que azotó a gran parte de la geografía rural española, sobrevuela aquí un acontecimiento grabado a fuego en la mente de los vecinos de las sierras de Cazorla y Segura: la creación del Coto Nacional de Caza a principios de los años sesenta. Bien conocida es la afición de Franco por la caza y, en estos montes, en su mayor parte de titularidad pública por motivos que comentaremos en otro momento, el dictador encontró el entorno idóneo para crear una reserva faunística de caza mayor, por supuesto que también para su propio disfrute (en la memoria colectiva de estas sierras se recuerda bien dónde se alojaba, quién lo acompañaba y hasta sus hábitos de caza y últimas presas). Con el fin de crear el Coto, desde la década de los cincuenta la sierra comienza a repoblarse con especies tanto autóctonas ya en vías de extinción o desaparecidas, como el corzo, el ciervo y el jabalí, como con otras de interés cinegético que nunca se habían criado en estas sierras, como el rebeco, el gamo y el muflón.

Como se entiende fácilmente, la prohibición de cazar para los habitantes de la sierra suma hambre al hambre, pero es aún más determinante la política de presión sobre los habitantes de la sierra que alumbra la creación del Coto Nacional de Caza. Las multas se suceden a quienes tratan de conservar sus medios de vida, el pastoreo, la agricultura de subsistencia, la caza de superviviencia. La reintroducción de animales sin control destruye tierras de labranza. Quienes resisten a pesar de las multas y las presiones sufren expropiaciones y reubicaciones forzosas que van vaciando el corazón de la sierra y que han dejado cicatrices que hoy se ven y duelen: decenas de cortijos y aldeas abandonadas con las que se topa el andarín o el senderista apenas da un paso por el monte. Los serranos no lo olvidan: aún hoy hay quienes siguen pleiteando por la titularidad de sus casas, arrebatadas con las más pintorescas y dudosas razones.

Cuando se lograba quitar de en medio a quien estorbaba —los habitantes de la sierra profunda—, las casas y cortijadas eran demolidas para garantizar que el problema quedara zanjado de una vez y para siempre. Era una ayuda a todas luces innecesaria: al igual que en la mayoría de los pueblos de la España vaciada, la falta de servicios y oportunidades se habría ocupado de finiquitar el caso con toda probabilidad. Solo que a Franco no le gustaba esperar.

Con todo, hoy Hornos vive para contarlo. El olivar de montaña ha permitido fijar población en unos cuantos núcleos de cierta entidad y el cordero segureño cumple un papel similar en las zonas más altas de la sierra. Pero el campo sigue siendo el campo. Precario, eternamente a los vaivenes del tiempo y del destino, muy lejos de la seguridad económica con la que querríamos proyectar el futuro. La declaración del Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas en 1986 tampoco ha dado una respuesta a la problemática. Hay quienes se preguntan por qué no se protege a ese animalito tan presente en la vida del Parque, ininterrumpidamente al menos desde el Neolítico, y gritan para qué un Parque Natural donde ya nadie recuerde la historia de sus lugares o el nombre de sus fuentes. Nosotros, que creemos firmemente en el valor de la protección medioambiental y en la necesidad de que existan zonas con un grado de protección incluso mayor en determinadas áreas del Parque, pensamos que sus voces también deben ser escuchadas, que arrastran una verdad que nos interpela desde la lejanía de los siglos.

Nos guardamos un par de temas para entradas futuras: qué pinta el turismo en todo esto y cómo queremos llenar nuestros pueblos vacíos. Entretanto, nuestra conclusión tiene la alada silueta de una esperanza: al menos hemos empezado a hablar.

Si quieres saber más sobre el Coto Nacional de Caza y sus repercusiones, aquí tienes este estupendo artículo de J. M. Crespo Guerrero.

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